A revista Mientras Tanto é unha publicación trimestral de ciencias sociais. Fundada por Giulia Adinolfi e Manuel Sacristán a finais de 1979, trata de impulsar dende os seus inicios a renovación do pensamiento da esquerda marxista incorporando aos seus plantexamentos isa "autocrítica da ciencia moderna" que representa o ecoloxismo, así como o punto de vista feminista con vistas a someter a crítica a cultura patriarcal e violenta. O que segue é un articulo artículo orixinal de Xavier Godás, aparecido nun dos seus números. Agardo que vos sexa monstrosamente práctico.
Democracia participativa en las organizaciones y los límites del asamblearismo. Xavier Godás [mientrastanto]
La discusión sobre cómo encontrar un modelo de funcionamiento democrático dentro de las organizaciones, que permita el máximo de participación en los procesos de toma de decisiones, se mantiene vivo aproximadamente desde hace cuatro décadas. El debate surgió con fuerza a partir de las ya míticas revueltas sociales de 1968, cuando se empezó a hablar de los nuevos movimientos sociales, y posteriormente se ha ido extendiendo a otras formas de organización cívica o política. Por ejemplo, es algo habitual que hoy en día los partidos políticos progresistas compitan, con mayor o menor éxito, en mostrar a la ciudadanía sus procedimientos democráticos internos.
Frecuentemente, esta discusión se ha presentado como una evolución desde una democracia representativa hacia una democracia participativa, pero la confusión llega cuando intentamos definir qué entendemos por democracia participativa, y más aplicada a la manera de organizarse de asociaciones y movimientos.
Históricamente hablando, el origen del interés por neutralizar las relaciones autoritarias en las organizaciones se encuentra en una autocrítica de la izquierda. Fijémonos en el hecho de que los movimientos y las organizaciones políticas herederas de las reivindicaciones de finales de los años sesenta del siglo anterior (por ejemplo, el ecopacifismo, el feminismo contemporáneo o el movimiento autónomo) han sido ideológicamente agrupadas, tanto por activistas como por científicos sociales, en enunciados tales como “nueva izquierda”, “izquierda alternativa”, “izquierda libertaria” o “antiautoritaria” e “izquierda radical”.
A priori, resulta evidente que todos los enunciados señalados comparten dos ideas básicas: una primera, que los nuevos movimientos sociales se inscriben en la tradición política de la izquierda; y una segunda, que rechazan los componentes autoritarios que en ocasiones la han marcado. La idea de fondo que unifica las otras dos es que los nuevos movimientos sociales desarrollan una crítica a la democracia representativa, sobre la base del argumento de que no garantiza la participación sistemática ni el control de la ciudadanía sobre los quehaceres públicos. Consecuentemente, los partidos parlamentarios son percibidos como máquinas burocratizadas, de bajo o nulo contenido democrático. Más concretamente, estos movimientos consideran insatisfactorio el método de movilización política propio de los partidos de izquierda tradicionales, fundamentalmente el de los comunistas, porque entienden que instrumentaliza las reivindicaciones populares.
Lo que se pretende enmendar son los paradigmas leninista y socialdemócrata de movilización política, es decir, los provenientes de la izquierda de buena parte del siglo anterior: del primero, se rechaza la idea de partido como organización de profesionales revolucionarios de vanguardia, orientada instrumentalmente a la toma del poder; del segundo, se rechaza su vinculación casi exclusiva a la gestión correctiva del capitalismo. La distinción entre la izquierda y la derecha, empero, no deja de ser significativa.
Como contrapartida, los nuevos movimientos sociales se inclinarían por fórmulas organizativas descentralizadas y participativas, subrayando así el objetivo de autoorganizar la sociedad civil por encima del propósito de tomar el poder. Notad, empero, que este objetivo genérico no desconsidera la política en sí misma, sino que enfatiza su dimensión ético-participativa contra la concepción que la reduce a un simple ejercicio de correlación de fuerzas.
Esta voluntad de democratizar la acción política tiene la virtud de habernos obligado a fijar la atención en las estructuras organizativas -tanto de los movimientos como de otro tipo de organizaciones- y, más en concreto, en el procedimiento de toma de decisiones que las definen. Ahora bien, la cuestión que nos interesa resolver es: ¿cómo decidir qué hacer sin que alguien en particular, o un grupo reducido, tome decisiones de manera más o menos unilateral?
Algunos han pretendido resolver el problema atacando la existencia de cualquier órgano de representación. El espacio de comunicación para contrarrestar o neutralizar la representatividad radicaría en la asamblea plenaria. Sus defensores más destacados promulgan una política contra toda dirección instituida: se trata del asamblearismo o democracia directa, que se opondría al supuesto autoritarismo de la democracia representativa, a la vez que permitiría garantizar un considerable aumento de la capacidad crítica de las personas; y esto, a su vez, redundaría en un mayor convencimiento en el momento de comprometerse en la acción.
Es necesario matizar que no nos estamos refiriendo a las asambleas como órganos de gobierno de asociaciones, que tienen un mandato estatutario, eligen unos cargos y sancionan unos programas. Tales órganos asociativos se complementan con unos cargos electos y unos sistemas periódicos de rendición de cuentas al órgano u órganos ejecutivos. A lo que nos referimos es a la asamblea plenaria como órgano único de decisión de un colectivo. Es el modelo del asamblearismo, que hace que la reunión donde se reúnan la totalidad de los componentes sea la única instancia con capacidad de decidir hasta su propia convocatoria. Para evitar confusiones en este texto, a partir de ahora cuando hable de asamblea me referiré a este órgano único de los movimientos asamblearios.
Frente a la propuesta de los movimientos asamblearios, nos debemos preguntar: ¿La asamblea es condición suficiente para que sus integrantes dispongan de capacidad crítica? ¿Y permite, en cualquier situación, asegurar la eficiencia de la acción? Con relación a ambas cuestiones, en lo que sigue consideraré los aspectos positivos del asamblearismo, y luego me aplicaré a indicar algunas de sus consecuencias negativas.
Organizaciones radicalmente democráticas
Joyce Rothschild-Whitt explica muy bien qué implica el asamblearismo en el terreno organizativo. Rothschild-Whitt estudia las organizaciones que se caracterizan por rechazar la justificación de la autoridad de que se desprende de los órganos representativos, y las denomina “democrático-colectivistas”. Veamos cuáles son sus dos características fundamentales.
Característica primera: no hay autoridad fuera de la asamblea. En las organizaciones de carácter asambleario, la autoridad no deriva de individuos particulares, sean funcionarios, expertos o dirigentes formalmente instituidos, sino del conjunto de miembros comprendidos en la organización. Esto presupone que éstos aprendan a autodisciplinarse de manera que se desarrolle una dinámica de grupo cooperativa, sin que sea necesario el establecimiento de posiciones jerárquicas en la organización. Al no existir relaciones jerárquicas, las decisiones tomadas son legítimas sólo si surgen de un proceso deliberativo igualitario, un proceso que requiere para llegar a alguna conclusión de un consenso sobre las decisiones a tomar. De acuerdo con el modelo, quedan poco definidas las situaciones sobre las que se deben tomar acuerdos: tanto las decisiones como las operaciones que se tengan que efectuar deberán considerar en cada momento la particularidad del caso tratado. De esta manera, se pretende disminuir los ámbitos de la actividad organizacional sujetos a reglas de gobierno explícitas que puedan estandarizar la toma de decisiones.
Característica segunda: el método es también la finalidad. El proceso deliberativo igualitario implica que el funcionamiento interno de la organización tenga como guía principal la orientación a un valor supremo, que delimita las convicciones morales de los participantes. En este contexto, la estructura de la organización tiende a la horizontalidad. Fijémonos en algunos de sus rasgos más importantes. Uno: la minimización de cualquier tipo de diferenciación interna, según el objetivo de bloquear las tendencias a la jerarquización de posiciones (y se enfatiza, especialmente, la desdiferenciación entre trabajo manual e intelectual). Otro: los procedimientos de rotación en las posiciones que impliquen una relativa concentración de responsabilidad o protagonismo individual, como las de portavoz, delegado o coordinador. También, el establecimiento de equipos de traba (“comisiones”, en lenguaje activista) dentro de las cuales todo el mundo es responsable por igual de la tarea a realizar. Y finalmente, la “desmitificación” del conocimiento especializado y el intento de difundirlo entre el grupo. En relación con el tipo de miembros que buscan estas organizaciones, lógicamente se valoran las cualidades congruentes con la orientación de valor de la organización en sí, y se conjuga la capacidad de iniciativa con un espíritu colaborador en tanto que cualidad excelente. Sobre esta base, se trabajan atributos tales como las habilidades de coordinación, organización y dinamización de grupos a partir de procedimientos no imperativos.
En resumen, para lo que aquí nos interesa, la característica crucial que unifica las dos precedentes sería que las organizaciones asamblearias constituyen un fin en sí mismas: el sistema de relaciones que se establece en su interior sigue los mismos preceptos normativos que las formas alternativas de organizar la sociedad que propone el grupo. El lema podría ser: “no vale declarar que se aspira a la igualdad y, en cambio, establecer organizaciones autoritarias”. Los partidos comunistas de buena parte del siglo XX constituyen un ejemplo claro de las incongruencias que las organizaciones asamblearias pretenden evitar.
A priori, pues, el aspecto más positivo del funcionamiento de los movimientos asamblearios es su carácter pedagógico: si la información fluye por el conjunto de la organización y circula horizontalmente, entonces la asamblea proporciona la posibilidad de discutir fundamentalmente, participar críticamente en la toma de decisiones, comprender cabalmente la complejidad de las problemáticas tratadas. El resultado más preciado del proceso asambleario es que refuerza el convencimiento de los implicados sobre la acción que desarrollan, y lo que es todavía más importante: consolida la democracia como un referente político ideal, tanto como valor a seguir como en su vertiente procedimental.
Ahora bien, el asamblearismo como método de toma de decisiones también tiene sus límites, que debemos considerar para tenerlos en cuenta. Uno de preliminar es el más evidente: no puede haber democracia directa cuando el colectivo es demasiado grande como para que en el debate puedan participar todos. Un grupo de muchos miles de personas, por ejemplo, no puede formar una asamblea donde se tenga en cuanta el parecer de cada una. Más específicamente, destacaré tres límites. Los dos primeros tienen que ver con condiciones equívocamente asamblearias, es decir: (a) cuando nos encontramos en un escenario donde se ejercen relaciones de poder opacas, o (b) cuando la asamblea acaba limitando las capacidades y neutralizando el carácter proactivo de determinados participantes. Finalmente, el tercero de los límites pone encima de la mesa un problema recurrente: (c) ¿es posible mantener sin restricciones el funcionamiento asambleario cuando las personas implicadas en la acción son muchas?
Con todo querría llegar a dos conclusiones: el asamblearismo no agota las relaciones democráticas ni constituye el paradigma de la democracia participativa, sino que es una parte de la misma; y además, el proceso asambleario no se libra de contener en ocasiones dinámicas paradójicamente antidemocráticas.
Liderazgos opacos contra liderazgos legitimados
La primera limitación del asamblearismo nos permite abordar un tema que la izquierda no ha sabido tratar desdramatizadamente: el del liderazgo. Parece evidente que en todo tipo de acción colectiva hay personalidades que, por un motivo u otro, destacan por determinadas cualidades, sea por los conocimientos que tienen, por una alta capacidad organizativa y de trabajo, o porque presentan una alta sociabilidad. Pero también hay individuos que destilan con naturalidad una cualidad complementaria, aunque bastante más intangible que las precedentes: el carisma. Los individuos carismáticos pueden reunir todas o algunas de las cualidades de la dinámica de grupos que facilitan la acción, pero el hecho de que destaquen radica en su capacidad emprendedora, imaginativa e influyente. ¿Quién no ha conocido a alguien que sabe cómo organizar una discusión, facilitar los consensos y los acuerdos, o que transmite confianza mostrando siempre su presencia en la primera línea de acción?
En una relación democrática es ineludible el control del colectivo sobre las personalidades influyentes, que se fundamenta en extender entre los miembros del grupo la actitud crítica y en la circulación horizontal de la información. Esta actitud facilita que quien presenta cualidades de liderazgo se vea obligado a saber delegar y dejarse controlar, a la vez que contribuye positivamente a la dinámica de grupo gracias a sus cualidades preactivas. Estamos hablando del liderazgo legitimado por el colectivo. Desde este punto de vista, resulta más positivo “institucionalizar” las diferentes tareas de mando de la acción colectiva que negarlas. Si existen las figuras del portavoz, del coordinador o del responsable de la comisión de trabajo, por poner algunos ejemplos, al grupo le resultará más fácil controlar a los que desarrollan tales tareas: les podrán pedir cuentas o, si se da el caso, substituirlos. La excelencia democrática de los órganos de representación deriva de la base consensual de la autoridad, que en este sentido denota legitimidad para ostentar el cargo y capacidad para desarrollar las tareas que se le asocian.
Vale la pena aclarar, no obstante, que el tema del liderazgo es complejo y de difícil discusión desde la óptica asamblearia, ya que se cree incorrecto asumir la función de tales personalidades en el marco de un grupo. El problema se puede formular muy sintéticamente: si asumimos la existencia de líderes, entonces no todos somos iguales. Esto se vive mal, hasta el punto de que determinadas asociaciones o movimientos sociales, al mismo tiempo que niegan directamente la función del liderazgo, paradójicamente facilitan el surgimiento de situaciones antidemocráticas que bloquean el proceso asambleario. Voy a explicarme.
Cuando se niega de forma “oficial” que haya personas más influyentes que otras, lo que generalmente se consigue es substraer del control colectivo a aquellos individuos que, visiblemente, determinan la dinámica de la acción colectiva. Ahora bien, en lugar de generar más democracia interna, cuando esto sucede resulta fácil establecer relaciones de dominación que minan el carácter democrático de la asamblea; porque la dominación, que en semejantes situaciones se da aunque se niegue, se vuelve opaca en su forma exterior, mientras que en el fondo puede llegar a ser asfixiante. La supuesta ausencia de liderazgo permite que las riendas de la dinámica grupal acaben en manos de alguien difuso sobre quien resulta difícil incidir. Hablamos del liderazgo opaco de una persona o personas que, con la excusa del todos somos iguales, puede controlar información y no difundirla, y puede jugar instrumentalmente con las personas que componen el colectivo según el propósito de perseguir sus propios objetivos e intereses -incluidos los de reconocimiento-. En síntesis, la negación en el ámbito discursivo de la existencia de liderazgos puede llevar, contra lo que en principio se pretende, a la utilización de una posición de poder no reglamentada por el grupo, y que no necesariamente tiene que ser bondadosa por el hecho de surgir de un marco asambleario.
Fijémonos, pues, en un detalle interesante: en el marco de una asamblea puede darse una relación democrática o autoritaria. A diferencia de lo que señalábamos en el caso del liderazgo legitimado, un proceso asambleario puede implantar un liderazgo opaco que comporte una relación autoritaria, incontrolable, un liderazgo de hecho basado en cafés y cenas con individuos, seleccionados, mantenido gracias al control de la información que no se hace circular.
Dicho llanamente: si se desestima la institucionalización de órganos de representación, por mínimos que sean, el proceso asambleario depende absolutamente de la buena fe de las personalidades influyentes. Estaremos de acuerdo, sin embargo, en que la democracia es un bien suficientemente valioso como para que no tenga que depender absolutamente de la buena o mala voluntad de los individuos. Es necesario tener en cuenta que los liderazgos opacos que generan relaciones de dominación a veces son difíciles de resolver, porque por regla general traban el ejercicio de su poder en una malla de relaciones personales que puede llegar a incluir el ámbito de la intimidad. Aun más, si la función opaca del líder deviene hegemónica, la dinámica del grupo puede empeorar y caer en un modelo de funcionamiento parecido al de una secta. Esta condición es perceptible cuando el colectivo, siguiendo los pasos de alguien, abandona la actitud crítica y autocrítica, delega la propia capacidad de pensar en la de otra persona, adopta una actitud vigilante en relación con los demás sobre su actitud respecto de las personas influyentes, o “traduce” líneas de pensamiento complicadas en simples consignas o ideas esquemáticas y dogmatizadas.
¿Todo el mundo es igual en la dinámica asamblearia?
Otro problema es que cuando la retórica antiautoritaria demoniza la existencia del liderazgo legitimado, es decir, de la persona dinamizadora, preactiva, que quiere y puede asumir responsabilidades, se puede dar una situación en la que aquellas personas con cualidades de liderazgo decidan autocontenerse por temor a parecer interesadas o con afán de protagonismo. Así se bloquean aportaciones que podrían ser altamente positivas para el funcionamiento del grupo. Si la capacidad de iniciativa llega a estar demonizada, el grupo toma una orientación que puede bloquear el proceso de toma de decisiones y la acción misma. Las discusiones se trivializar y la ausencia de responsabilidades delimitadas deshace el compromiso individual en relación con los demás. En tales situaciones se acostumbra a generalizar un ideal igualitarista ingenuo que no discrimina entre las diferentes habilidades de los miembros del grupo.
Por otra parte, el asamblearismo capta bastante mal las desiguales condiciones de los potenciales participantes en la asamblea. Para que la participación pueda calificarse de democrática hay que tener en cuenta las desiguales disponibilidades de los miembros del grupo, dadas las diversas condiciones de vida que acostumbran a tener las personas. Principalmente, hay que facilitar la participación de aquéllas que disponen de menos tiempo para implicarse. Generalmente, situaciones como la jornada de trabajo o las obligaciones familiares imposibilitan una implicación más estrecha de algunos individuos con relación a otros.
Si la asamblea es el único órgano de decisión, se puede generar la situación de que quien más horas esté dispuesto a estar sentado en una reunión si orden del día preestablecido, más capacidad de incidencia tenga. Se genera así la paradoja según la cual en los procesos de toma de decisión únicamente pueden participar de forma sistemática individuos relativamente libres de otros compromisos, mientras que se desmerecen aportaciones menores de personas con escasas posibilidades horarias.
Por otra parte, vale la pena decir que el mito del “basismo”, de la espontaneidad en el momento de actuar, no presenta ninguna alternativa a la política convencional porque resulta extremadamente ineficaz. El espontaneísmo es la antipolítica, la idea ingenua según la cual la organización y cualquier órgano de representación destruyen la capacidad creativa de los movilizados. Fijémonos en la evidencia histórica de que todos los movimientos sociales siempre estuvieron eficazmente organizados, desde el movimiento norteamericano por los derechos civiles hasta las movilizaciones europeas contra la proliferación de armamento nuclear de los años ochenta del siglo anterior. El mayo de 1968 en Francia o las movilizaciones contra la guerra del Vietnam en los Estados Unidos contaban entre sus filas con decenas de organizaciones que facilitaban las movilizaciones. Hoy mismo, es cosa de risa que los medios de comunicación insistan en afirmar el carácter espontáneo de las grandes manifestaciones contrarias a la guerra de Irak, cuando en Barcelona, por ejemplo, la Plataforma que las ha impulsado ha constituido, en la práctica, el ámbito de coordinación de más de doscientas organizaciones de todo tipo.
Hay que superar el mito según el cual, contrariamente a las organizaciones estructuradas, estos movimientos salen “de la calle” a partir de ciudadanos anónimos, como por generación espontánea. Así, en el caso de la protesta contra la guerra de Irak, la mayoría de personas dinamizadoras de las movilizaciones centrales, o bien son responsables de otras organizaciones, o bien son antiguos dirigentes de algunos movimientos desarrollados anteriormente.
Asamblearismo y movimientos sociales
Vamos ahora a tratar el tercero de los límites que indicábamos, los problemas de ineficiencia del asamblearismo cuando desarrolla la acción frente a un público ciudadano con el propósito de recabar apoyos. Fijémonos, por ejemplo, en un dilema que aparece sistemáticamente en la dinámica de los movimientos sociales. El impacto o éxito de una determinada campaña es la consecuencia de la capacidad cuantitativa y cualitativa de movilización ciudadana conseguida. Pero frecuentemente el incremento del número de participantes en las acciones no guarda una relación automática con la total asunción, por parte de éstos, ni del discurso de base del movimiento ni del conjunto de sus métodos. Entonces, debe hacerse frente a la opción de “pragmatizar” tanto el discurso como las decisiones prácticas, a fin de aumentar el número de participantes, o bien mantenerlos sin alteraciones para garantizar una relación de congruencia bien trabada entre las finalidades que se declaran y lo que se realiza en la práctica.
Fijémonos en los siguientes dos ejemplos para verlo más claro. El movimiento de objetores insumisos planteó acabar con el servicio militar sin contar exclusivamente con sus propias fuerzas: desarrolló una tarea intensa para extender el mensaje antimilitarista entre la ciudadanía, como también negoció con otras organizaciones, incluidos los partidos parlamentarios, con el propósito de favorecer sus objetivos. El movimiento squatter u okupa, en cambio, presenta como prioridad defender “espacios liberados” de la especulación inmobiliaria, donde sus ocupantes puedan realizar sin restricciones sus inquietudes ideológicas o estilos de vida; pero por regla general, parten de posturas absolutamente innegociables que les dificultan la relación con otros actores sociales.
Ambas opciones -que, con mucha simplificación y un poco de broma, podríamos caracterizar como “pragmática” y “congruente”- en el momento de actuar tienen efectos diferentes en su estructura organizativa, efectos que determinan el grado en que el procedimiento asambleario de toma de decisiones constituye un método operativo.
La opción primera, la del “pragmatismo”, presenta resultados organizativos suficientemente conocidos: a mayor número de participantes en un movimiento social, toman más importancia los aspectos organizativos formales; es decir, aumenta la necesidad de algún sistema de representación, así como de un mayor grado de disciplina interna vinculada a las tareas de coordinación que requieren las relaciones democráticas basadas en el consenso asambleario. Ciertamente, tanto la comunicación horizontal como la toma de decisiones por consenso producen un elevado grado de compromiso moral con el grupo, así como una mayor adaptación de éste a las soluciones de problemas complejos; pero el proceso decisional resulta lento, hasta el punto de que se da el peligro de bloquear el potencial de movilización. Por lo tanto, la cuestión relevante sería: ¿estamos substancialmente de acuerdo en lo fundamental como para que las decisiones que se tomen en el día a día puedan recaer en algún tipo de órgano de representación?
La opción segunda, la de la “congruencia”, presenta el problema de que el modelo del consenso, en condiciones de movilización política, produce un efecto con un potencial democrático discutible: la generación de situaciones donde se neutralizan las diferencias de opinión para no hacer peligrar la actividad que se lleva a término. Dicho de otra manera: el impulso sostenido de la acción unificada únicamente es posible si los individuos están a priori substancialmente de acuerdo en todo. Esta segunda opción garantiza, en principio, una mayor capacidad de combate que la primera, pero tendría como probable consecuencia que el grupo tomase un carácter exclusivo o autorreferencial, que expresase más un ideal de vida que una actividad política orientada al cambio social. Aquí la cuestión relevante sería: ¿qué es prioritario, conseguir los cambios sociales que se proclaman o mantener intacta nuestra idea de las relaciones grupales?
En síntesis, el dilema quedaría expresado de la siguiente manera: el “peligro” de la opción “pragmática” radicaría en crear una lógica organizacional no plenamente asamblearia, aunque adquiriendo una mayor capacidad de respuesta en un entorno político dinámico; mientras que el “peligro” de la opción “congruente se expresaría en el hecho de que probablemente resultará ineficaz una organización de la acción colectiva que esté muy ajustada normativamente a las finalidades declaradas, no obstante el alto nivel de combatividad que pueda ofrecer. Pero, hay que decirlo, el movimiento de objetores insumisos (que en ningún caso puede ser calificado de moderado, “reformista”, o no suficientemente democrático en lo que respecta a sus objetivos y relaciones internas) fue un factor decisivo en la superación del sistema de levas, aunque el militarismo no haya desaparecido de escena; en cambio, la influencia del movimiento ocupa para neutralizar la especulación inmobiliaria es, hoy por hoy, muy residual, aunque se haya producido en alguna medida una discusión pública en relación con el problema de la vivienda.
Conclusión: la democracia participativa bien entendida
Llegados a este punto, propongo retener del conjunto de lo dicho la siguiente conclusión. La deliberación asamblearia constituye un principio democrático ineludible que ninguna organización que se considere a sí misma democrática puede omitir. Esto significa que todos los miembros de una organización deben poder participar del proceso de toma de decisiones, incluida la deliberación. Las asambleas como órganos de gobierno de las asociaciones tienen esta función, permiten a todos los miembros participar y están reguladas por unas normas que dan garantías a los participantes. Igualmente, estas normas deben garantizar también el rendimiento de cuentas de las personas elegidas para llevar a buen puerto una responsabilidad dada.
Los sistemas de participación democrática necesitan de una revisión constante, razón por la cual resulta necesario seguir profundizando en métodos que permitan un mayor acceso a la información, una participación más plena en los procesos deliberativos y una mejor capacidad de respuesta a retos inmediatos. Las nuevas tecnologías están siendo ya un laboratorio interesante para profundizar en estas vías.
Ahora bien, profundizar en el funcionamiento democrático de una organización no significa extender el método asambleario a toda dinámica que ésta pueda genera. Llegar a acuerdos gracias a un proceso deliberativo bien informado es importante en el momento de fijar el programa general de actuación y tomar decisiones que afecten el carácter moral de la organización. Pero la dinámica cotidiana de la organización debe seguir criterios de eficiencia y eficacia si pretende favorecer algún tipo de cambio social, y no rediscutir de nuevo lo ya discutido y aprobado según un proceso circular que conduce al bloqueo de la acción. Es en este sentido que los órganos de representación adquieren relieve: no substituyen la deliberación asamblearia, sino que la concretan dotándola de eficiencia. La democracia participativa debe ser, en alguna medida, un punto intermedio, dinámico, entre la democracia representativa estricta, donde la participación se reduce a la votación y la delegación, y el asamblearismo sistemático y sin restricciones, donde algunos pueden mandar efectivamente sin tener que rendir cuentas a nadie.